Cenizas en el Tiempo
El chico empapado por la lluvia se detuvo en el pórtico. No entendía por qué, pero algo le atraía hacia su interior. Al abrir la puerta, un chirrido profundo le acompañó al hacer su entrada. El local olía a madera vieja y el anciano que la atendía parecía parte de la decoración, más que formar parte del mundo de los vivos. Las lámparas de aceite antiguas parecían sacudir sutilmente la ausencia de luz que tenuemente arrancaba cualquier vestigio de luminiscencia.
Adaptando sus ojos para tratar de percibir su entorno, trataba de disimular su incomodidad observando cuánto objeto se le cruzaba con miradas que pretendían torpemente representar las de un conocedor.
A pesar de la copiosa lluvia que repiqueteaba con estruendo sobre el techo y el ventanal, podía oír su respiración en la tienda de antigüedades, como si de los fuelles del herrero se tratara.
-¿En qué puedo ayudarte jovencito?
Fue tal el sobresalto al oír la voz profunda y carrasposa del anciano, que casi tropezó con un jarrón que se levantaba desde el suelo y le llegaba hasta la cintura. Parecía muy antiguo.
-¿Cómo dice? – y al instante se sintió empequeñecido al sentir el peso de esos ojos acuosos de un azul tan claro que parecían grises.
-¿Buscas algo en particular joven? –volvió a hablar el viejo.
-Sí… no… - tragó saliva, -nada en particular-. «Ojalá no hubiese entrado. ¿Qué hago aquí?» Pensó el chico.
-Ya veo… – dijo el anciano sin moverse, como esperando aún una respuesta.
-Yo… yo estoy buscando… ¡algo como ese reloj de arena! –dijo en el mismo instante en que atisbó el artefacto formado por dos cavidades transparentes de boca estrecha. La cavidad inferior contenía una sustancia que no parecía granular y era muy oscura. Se podía distinguir que el cristal en el que estaba contenido el material extraño era de una calidad exquisita y delicada, a pesar de su leve opacidad, debida tal vez al paso del tiempo.
El anciano no volteó a ver el reloj de arena que señalaba el chico. En su lugar inquirió:
-Primero he de saber cuál es el interés que mis clientes depositan sobre los objetos que desean adquirir, para precisar si son merecedores de ellos o no. Así que, mi querido joven, ¿por qué te muestras interesado en este artefacto en particular?
El chico observó el artefacto sin poder quitar los ojos del mismo. De pronto se hallaba fascinado y no entendía por qué. Aún sin dejar de ver al reloj de arena se sintió calmado por primera vez desde que entró en el local. Escuchó su voz y la sintió extraña: -Creo que me llama. Sí, eso. Siento que me llamó e hizo que entrara a la tienda. «Ahora creerá que estoy chiflado», pensó para sí mismo.
El viejo cerró los ojos. Al abrirlos, el chico notó como si una nueva luz les llenara de vida.
-Ven conmigo -, y antes de que se diera cuenta, el anciano había tomado el reloj de arena y se dirigía a la trastienda. Al levantar la cortina, el chico encontró al viejo sentado ante una mesa de caoba oscura y vetusta. Las arrugas de su rostro se advertían más profundas por el efecto de la luz de la única vela que iluminaba la estancia. Sobre la mesa reposaba el reloj de arena.
El chico se sentó frente al anciano y esperó.
-El mundo está en equilibrio gracias a su dualidad, gracias a fuerzas que son opuestas y complementarias a la vez –dijo el viejo. -Esta dualidad rige nuestro día a día. El día y la noche, lo oscuro y lo brillante, lo húmedo y lo seco, lo pasivo y lo activo, lo terrenal y lo celestial… lo femenino y lo masculino. Vemos la existencia de dos caracteres o fenómenos distintos en un mismo estado de cosas o en una misma persona… o en dos que se convierten en una.
El chico no entendía de qué hablaba el viejo. ¿Qué es eso de opuesto e igual? ¿Dos cosas en una persona o dos personas que se convierten en una?
-Déjame contarte una breve historia, y si después decides que aún quieres este reloj de arena, entonces será tuyo.
La lluvia no cesaba y caía sobre el techado de la trastienda como si fuese a derrumbarlo en cualquier momento.
-Hace mucho tiempo había un hombre al que todos admiraban y respetaban. Era de espíritu afable. Amable con los niños y los animales. Bienhechor de todo aquél que necesitara de su protección, en especial los ancianos y las mujeres. Con sus palabras amables y sabias levantaba el ánimo al más desvalido y desafortunado. Pero también era temido. Con la misma facilidad con la que brindaba amor y comprensión, podía transformarse en el ser más temible y feroz, especialmente cuando de proteger a los suyos se trataba. No toleraba la injusticia y hacía pagar muy caro a sus hacedores.
«Amaba las montañas en las que había crecido y no dejaba de admirar la tierra que pisaba. Se sentía bendecido, aunque incompleto.
«Un día subió a la montaña más alta, lo cual hacía frecuentemente para vencer su miedo a las alturas. Éste era su secreto y nadie más lo sabía, excepto las águilas de esos parajes. Al llegar a lo más alto se obligó a mirar hacia abajo, como siempre lo hacía para enfrentar sus temores. Sin embargo, ahí seguían. Se decía, una y otra vez, que era lógico. Él era un animal de tierra. De no ser así, Dios le hubiese dado alas.
«Ese día, tras iniciar su descenso, escuchó la risa más alegre que jamás había oído. Era como el tintineo de gotas cristalinas cayendo sobre las hojas de las flores. Al buscar el origen de ese sonido celestial, se encontró con una joven que saltaba de entre las rocas como si flotara sobre algodones de nubes.
Nunca había visto una criatura tan grácil. Estaba completamente hechizado. Ella lo vio, y al momento se detuvo en su cabrioleo. Ambos se vieron a los ojos y el mundo se detuvo para los dos. El viento soplaba, lo sabían por como sus cabellos ondulaban a su compás, pero no lo sentían. El sol brillaba en su cenit, lo sabían por como reflejaba sus rayos a su alrededor, pero tampoco lo sentían. Únicamente sabían que habían dejado de respirar. Sus mundos acababan de encontrarse, y en una colisión de proporciones inimaginables, sólo podían sentirse el uno al otro.
«Ella descendió hasta estar frente a él. Sus manos se elevaron lentamente hasta su rostro y él pudo sentir la calidez de sus dedos acariciarle las mejillas. Al ver la sonrisa en sus labios cerró los ojos, ¡y en menos de lo que canta un gallo ella corrió hacia las rocas para desaparecer!».
El joven miraba absorto al anciano con ojos tan abiertos que parecían estar a punto de salirse de sus cuencas. Trató de emitir algún sonido pero su boca quedó abierta sin más. El viejo sonrió y continuó su relato.
-Él la buscó por la ladera, pero no pudo dar con ella. Al día siguiente regresó, y a la misma hora, en el mismo lugar, volvió a escucharla. Se quedó ahí, como paralizado, temiendo que cualquier movimiento pudiera espantarla, pero no fue así. Ella se acercó y se sentó junto a él. Le tomó de la mano y con un leve tirón hizo que él también se sentara a su lado. Se quedaron en silencio, sin saber por cuánto tiempo. Cuando el sol se ocultaba él le preguntó cómo se llamaba. “Alda” dijo ella. “La más bella” dijo él sonriendo. Ella se levantó y aún sosteniéndole de la mano pronunció su nombre “Alan”. ¿Cómo lo supo?
»Ella río con su voz dulce y melodiosa al verle atribulado. “Ahora todo está en su conveniente proporción y correspondencia”, dijo. No hicieron falta más palabras. Él le pertenecía completamente a ella. Ella le pertenecía completamente a él.
»Él estaba totalmente cautivado por su aparente fragilidad, así como por su pujanza y vitalidad que completaban su sencillez. Ella estaba plena y dichosa por la sensación de seguridad y protección que de él emanaba y la envolvía, haciéndole saber que todo estaría bien a su lado.
»Desde ese instante fueron inseparables. Nunca se alejaban más que lo necesario el uno del otro. Era el amor más puro jamás conocido. Dos criaturas tan diferentes. Él, fuerte y alto como la montaña. Ella, delicada como una flor pero con un espíritu alegre y avasallante. Todos en la aldea se maravillaban al verles a pesar de los años, por cómo se miraban, cómo se hablaban, los pequeños gestos de complicidad e intimidad que no temían compartir con el mundo entero. Siempre riéndose como si de chiquillos se tratara al recordar travesuras. Parecía como si todos los días se conociesen por vez primera. No dejaban de maravillarse y sorprenderse mutuamente. Su amor fue contagioso para todos. Ahí estaban los dos para quién les necesitara, ofreciendo seguridad y calor; y cuando brindaban a sus vecinos, todos exultaban la mayor de las felicidades al degustar de los dulces y tartas que ella preparaba. Era como si dos ángeles les obsequiaran con un festín digno de reyes.
»Y así pasaron los años, hasta llegado el día en que ambos partieron de este mundo. A nadie le extrañó que ambos se fueran a la vez. Era lo lógico. Tal como habían vivido, así quisieron continuar su amor en la eternidad.
»En honor a un amor tan puro, los aldeanos decidieron mantenerles juntos por siempre. Luego de una ceremonia hermosa, la cual practicaban en tiempos antiguos, las cenizas de ambos enamorados fueron juntadas y puestas en un recipiente de cristal refinado, fundido con los materiales más puros. Con el fin de inmortalizarlos en el tiempo, el cristal fue moldeado en forma de reloj de arena. Un maestro ebanista, dícese ser descendiente de druidas, talló madera de roble con una facilidad y exquisitez que tan sólo él podía alcanzar gracias a su arte, enmarcando así ambas cavidades del reloj. Reloj que lleva encerrado más que una historia, más que una leyenda. Transporta en sí el verdadero motor del universo que permite que dos personas tan diferentes no puedan existir estando separadas; una interacción, mi querido muchacho, en la que las similitudes y diferencias de una persona no pueden existir en plenitud sin las de la otra, logrando el equilibrio universal entre los dos para garantizar la armonía. Como verás jovencito, este reloj transpone en su esencia al amor».
Ambos se vieron por un largo rato sin decir palabra alguna. Afuera, la lluvia había cesado.
-¿Y bien joven? ¿Aún estás interesado en el reloj?
El chico asintió lentamente, sintiéndose extrañamente tranquilo. -¿Cuánto me costará?
-Nada. El reloj te ha llamado, y sus razones tendrá –dijo el anciano levantándose lentamente, pero sin hacer ruido. Se quedó observando al chico que aún permanecía sentado. Guardó cuidadosamente el reloj en una caja de cedro, y al entregársela, rozó sus manos y le preguntó: - ¿Cómo te llamas muchacho?
-Alan… mi nombre es Alan.