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Sobre una mujer y su lobo

«No estoy segura. Pero hay algo sobre la oscuridad, la quietud de esta hora que crea un lenguaje propio», pensó la joven mientras elevaba la mirada para observar como las nubes cubrían por completo a la luna. «Hay un extraño tipo de libertad en la oscuridad, una vulnerabilidad terrorífica que nos permitimos exactamente en el momento equivocado, engañados por la penumbra de que ella guardará nuestros secretos. Nos olvidamos que esa negrura no es una sábana. Olvidamos que el sol se levantará pronto. Pero en el momento, al menos, nos sentimos lo suficientemente valientes para decir cosas que nunca decimos a la luz».

Sintió el roce húmedo y frío en la mano. No hizo falta mirar. La sensación de seguridad la embargaba. «No sabría explicar qué he hecho para merecer tan hermoso regalo, y no sé si sería una insolencia decirlo, pero doy gracias a Dios por los ángeles caídos».

El río era de un índigo tan sutil en contraste con la opacidad de la noche que parecía que respirara. El lobo levantó la cabeza y ella le sonrió. «Tus ojos son la medianoche llena de recuerdos, las únicas ventanas hacia mi mundo. Para muchos tu rostro es ilegible, pero para mí es un libro escrito en un idioma ya olvidado, en un alfabeto inimaginado. Arropas las sombras a mi derredor». Ella había nacido con un nombre diferente, de una mujer con ojos sonrientes y cálidas palabras susurradas con amor, que falleció degradada y con temor en una brumosa mañana. Todo lo que le dejó fue una habitación llena de sus historias, y la quietud que reinaba cuando trataba de ocupar el vacío que había dejado. Desde ese entonces llevaba su hogar cuando dormía...

«¿Cuántos han pretendido amarme, mis momentos de gracia y mi belleza, de manera verdadera o falsa?, pero solo uno ha amado sinceramente mi alma peregrina, y las penas en mi rostro», y entendiendo lo más profundo de sus pensamientos, el lobo se acercó aún más a su pierna. Ella posó sus manos delicadas sobre el pelaje espeso. «Tú y yo no necesitamos esconder nuestros rostros bajo una multitud de estrellas, quienes en apacible insolencia nos observan. Tú y yo no necesitamos hablar. Nuestro silencio impreso en nuestras almas ahuyenta la tormenta. ¡Ay mi querido protector!, ya hemos estado aquí antes, pero cuándo o cómo no puedo decir. Conozco este pasto, su suave y familiar aroma. La suave cacofonía de las luces a la orilla del río. Tú has sido mío antes y yo tuya. Hace cuánto no puedo decir. ¡Ay mi protector!, ¿tan pronto la noche y el día se rinden la una al otro? Cuando me haya ido no cantes tristes tonadas por mí. Cuando tú te hayas ido no plantaré rosas sobre tu cabeza ni sombreados cipreses. Seré la verde grama sobre ti, humedeciéndote con lluvias y gotas de rocío. Y si me recuerdas o si me olvidas, igual canta a tu amante la luna y sueña a través del crepúsculo para que yo recuerde u olvide según convenga. Florecer y transformarse duele».

Con un dejo tranquilo ella se acostó en el suave pasto. El lobo se hizo un ovillo a su lado brindándole calor. «Todos tenemos un mundo secreto en nuestro interior. Tú me has hecho compañía en mi soledad sin que ésta me motivara pesar, cuando otros cercanos a mí estaban más lejos haciendo que el espacio a mi alrededor creciera en el vacío. Pero ya no importa, solo puedo sentir amor y gentileza para los que se quedaron atrás. Y así fui feliz. Viviendo en la certeza, viviendo en la interrogante; con paciencia hacia todo lo que permanecía irresoluto en mi corazón. No me interesan ya las respuestas, pues ellas no me pueden ser dadas ya que no vivo en ellas. Entonces necesito vivir hasta el final en la pregunta».

Con un suave lengüeteo, el lobo apartó delicadamente una lágrima que rodaba por su mejilla. «De ti, ¡oh mi querido protector!, he aprendido que la vida diaria, por sencilla que sea, no puede ser culpada por ser simple, del mismo modo en que por ti nutrí como la mayor de mis tareas guardar nuestro lazo. Cada uno velando la soledad del otro. Todo esto ocurriendo en un espacio donde las palabras nunca han entrado, un espacio donde la existencia perdura al lado de nuestras transitorias vidas. Si permanezco a tu lado, junto a tu naturaleza y simplicidad, casi imperceptibles, entonces podré convertirme en misma, convertirme en un mundo por mi bien y el de otros. Convertirme en algo que me elige y me llama, para convertirme en lo que fui y dejé de ser.»

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