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Sólo hay un tu...

Hay personas que viven inmersas en un remolino, ahogándose en sus propias miserias, pero hay otras que son el remolino, ahogando a todos los que se les acercan…

Sentado a los pies de un árbol, observo a la gente caminar. Es sábado y día de mercado. Frente a mí está el río, con su orilla repleta de tenderetes llenos de mercancías sobre las cuales revolotea la gente bulliciosa. Unos regateando, otros sencillamente resignados.

Absorto, veo como todos comparten las noticias sobre vecinos, o las nuevas acontecidas en la capital, o si los precios y la vida de hoy no se comparan con los de ayer. Se advierte en el aire la angustia de muchas personas, sin embargo veo a otras que parecieran no verse arrastradas por la desazón.

De pronto escucho una conversación en particular. Una pareja de ancianos. Él se ve cansado y arrastra los pies que llevan a cuestas lo que en sus años mozos era, a todas luces, un cuerpo atlético, fornido y enérgico. Aún su mirada sugiere vivacidad. Ahí le veo una chispa de vida. Ella lo hala de un lado a otro con sus verbosidades. Sólo critica lo que nota a su paso sin ver en realidad, y reprocha sin parar lo que él hace o deja de hacer. “Seguro que él lo hace porque tiene dinero y nos lo echa en cara. Esa mujer se cree mejor que yo. No te tardes. Deja de distraerte. Haz caso a lo que te digo. Es que nadie puede hacer lo que pido al menos una vez en la vida. Nadie sabe hacer nada”. Sí, la pobre siempre es víctima y la culpa invariablemente es de otros.

El anciano se detiene y la mira con ojos tristes y abandonados. “Adelántate tú querida –dice. No me siento del todo bien. Voy a descansar un momento”. Ella lo contempla furibunda. “Claro, como siempre soy yo la que tengo que hacerlo todo”, y se marcha dando pasos enérgicos hacia el mercado, a pesar de su constante excusa de estar enferma y adolorida.

El anciano se acerca a un banco y se sienta dejando escapar un suspiro. Pareciera tener el espíritu abatido. Un espíritu que una vez fue inquebrantable e indetenible. ¿Qué pudo haber cambiado? ¿A dónde fue la libertad que le permitía ser? Es como si ella le hubiese arrebatado toda fuerza y ganas de vivir.

Ahora mi atención es cautivada por una pareja joven. Ambos sonríen. Ella lo adora. Él la mira de manera insistente y suplicante. Ella, con una sonrisa en el rostro, se muestra reacia. Él se disgusta y se marcha. Ella, con los hombros abatidos, contiene las lágrimas. Se acerca al banco y se sienta al lado del anciano. “¿Por qué el amor no puede esperar a lo que es correcto y sólo quiere lo que desea en el momento?”, dice ella con desconsuelo. El viejo asiente pero no dice nada.

Vuelvo la mirada a la gente en el mercado, y otra vez me inquieta cómo la mayoría vive en zozobra e incertidumbre. Es como si percibiera una nube de ansiedad y preocupación sobre sus cabezas y hombros. Pero sobre tan tortuosa existencia, me maravilla las peculiaridades de aquellos que viven la vida, que ven los colores donde otros ven blanco y negro.

Mi curiosidad regresa al anciano y a la joven sentados en el banco. Me centro en ambos. La brisa les azota el cabello mientras que el cantar de los pajarillos les arropa como querubines a unos recién nacidos. Y es así. Se sienten renacer. Sus hombros se enderezan mientras el sol les infunde nueva vida a cada una de sus fibras. El anciano ve a su esposa regresar. Él posa su mano envejecida sobre las de la muchacha. Ella ve a su amado regresar. Voltea al anciano y le brinda la más dulce de las sonrisas.

La anciana se acerca violenta. No parece estar enferma y adolorida como siempre dice estar. El joven se acerca coactivamente. No parece estar alegre y alborozado como siempre dice estar al verla. El anciano levanta la mano en dirección a su esposa y hace que se detenga. La mirada de la joven hace que su amado se paralice sobre sus pasos. Ambos han decidido actuar, y es así como la confianza les ha sido devuelta.

“Has de saber que te he amado durante muchos años y pensé que por tal motivo, y para no herirte, lo más conveniente era dejar que me usaras y vejaras como lo has estado haciendo –dijo el anciano-. Ya no más, ¿entiendes? La única aprobación que necesito es la mía propia”. La anciana, por primera vez en décadas, quedó con la boca abierta sin que palabra alguna saliera de ella. “Llegué a pensar que me lo merecía por no estar a la altura que me exigías y te aprovechaste para ser cruel y desalmada –continuó el viejo-, cuando en realidad lo que hacías era reflejar en tus palabras lo que tú eras. Pero ya no más. Has desaprovechado todo este tiempo para fijarte en quién tenías a tu lado. Pero ya no más. Todo lo que tienes es gracias a mis años de esfuerzo y te has valido de ello. Pero ya no más. Así como yo acepto quien soy, tú harás lo mismo y te sentirás agradecida y bendecida, como yo lo he estado, de estar contigo”.

La joven se planta ante su amado. Él no sabe cómo actuar. Él la manejaba como arcilla entre sus manos. “Ya no temo perderte porque sé quién soy –le dice ella-, y tú deberás aceptarme de esa manera. De ahora en adelante lo único importante es cómo me veo a mi misma. Si esto te hace ver que soy insuficiente para ti, pues que así sea. No cambiaré por ti ni por nadie. Soy feliz sabiendo quién soy”. Él ya no sabía qué hacer. Tanta seguridad le desconcertaba y desarmaba. “Mis convicciones no son negociables, y mi amor no es incondicional ante tus anhelos egoístas respecto a mí. Si no logras comprender mis sentimientos hacia ti, pero sobre todos hacia mí, vuelve por dónde has venido y no voltees, porque lo que fue puro alguna vez, no te será correspondido”.

El anciano tomó las bolsas del mercado y comenzó a caminar en dirección a su casa. Su esposa apuró el paso tras él y en silencio le tomó del brazo. En su mirada había orgullo y admiración, pero sobre todo un amor hacía tiempo escondido.

El joven se arrodilló y tomó una flor del suelo. La acomodó en los cabellos de la joven, y juntos de la mano, en silencio se sentaron en el banco.

Y yo, Pan, hijo de Hermes, dios de los bosques, los campos y la fertilidad, he culminado mi labor con estos mortales, tejiendo el juego más her

moso: el amor. Sobre todo, el amor a uno mismo; así que querido lector, lo que nos ha sido enseñado nunca has de olvidar, la confianza llega cuando decides actuar y para ello debes dar cara a tus miedos. Así, comprenderás que la única aprobación que necesitas es la tuya propia, aceptando todo lo que eres y lo que no. Ésta es la verdadera felicidad. Al final del día, lo más importante es cómo te veas a ti mismo, sin importar lo que otros digan de ti, porque eso que dicen no es más que un reflejo de ellos mismos. ¡Eres suficientemente bueno! No es lo que eres lo que te refrena, sino lo que piensas que no eres, y si no es con tu permiso nadie más podrá hacerte sentir insuficiente. Cuando dudes y el miedo te alcance, recuerda que sólo hay un “tú” en esta vida. Sin temor alguno, sé verdadero a ti mismo. Tú importas…

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