Despertar (2)
Ella despertó atrapada entre sábanas de recuerdos y visiones de sueños dudosos. A través de la puerta se oía el tintinear de sartenes y vajillas. Él estaba haciendo el desayuno, tan predecible como que todos los días despuntaba el sol, bueno, si es que se lo podía ver salir entre la neblina y la llovizna que cubren estos parajes sempiternamente.
Haciendo lo que se le estaba antojando como el mayor esfuerzo de su vida, apartó el brazo que cubría sus ojos y se sentó en el borde de la cama. Los cabellos enredados le cubrían por completo la cara, y por un momento agradeció que le bloquearan la visión del cuartucho. Tenía que hacer algo con esta pelambrera. De hecho, tenía que hacer algo con su contrariada vida.
Los sonidos de los vasos sobre la mesa indicaban que él estaría por entrar a avisarle que estaba todo dispuesto en la mesa, como si de una nueva revelación se tratara. ¿Cómo lo hacía? ¿Cómo podía continuar con la misma rutina y hacerlo parecer como una novedad, día tras día?
Él le diría que se trata de cómo veas a la vida, de cada pequeño acto que ejecutes. Que cada acción haz de hacerla con agradecimiento y felicidad. ¡Majaderías! ¿Quién puede vivir sintiéndose satisfecho hora tras hora haciendo las mismas miserables labores? Y ahora tenía que levantarse y escurrirse lo mejor posible para poder lavarse la cara y la boca en el estrecho bañito, cuyas losas databan de la época de su abuela.
La verdad sea dicha, él siempre le invitaba a hacer cosas. Él siempre parecía dichoso de hacerlas, pero a ella le parecían aburridas. Nada de lo que él proponía, concebía, imaginaba, soñaba, le era suficientemente atractivo. Había que ser realistas. Sin embargo a él no parecía faltarle nada.
No hizo esfuerzo por ver su reflejo en el espejo. ¿Qué propósito tenía? Caminando como si todo el peso de la minúscula casa estuviese sobre su cabeza salió al portal del cuartucho y ahí estaba él, con su sonrisa perfecta y ojos luminosos, esperándola en la mesa en la que se desplegaba la comida como si de una obra de arte se tratase. En esta ocasión había unas flores silvestres en un frasco de mermelada vacío en el centro de la mesa, ¿o siempre estuvieron allí? Ella se sentó en la silla más abatida que nunca. Él continuó como si ella fuese la invitada principal en un castillo de ensueños.
Aún con la sonrisa en su rostro, una lágrima rodaba por su mejilla. Ella extrañada le miró, pero no podía articular palabra alguna. Él posó su mano sobre la de ella. Su mirada reflejaba comprensión, una comprensión que le sobrepasaba a ella, a la casa, a la lluvia… Ella no comprendía, pero a la vez entendía. No entendía por qué le costaba respirar, por qué sentía temor y a la vez excitación. Él se levantó y salió de la casa. Ella sollozando terminó de comer sintiendo que acababa de despertar y le siguió…