La Cervatilla
La luz atravesaba los pequeños resquicios que asomaban por entre los árboles. Eran pequeñas dagas luminosas que herían las placidas sombras en el húmedo suelo. El olor terroso de este paraíso exuberante de tonos verdes, marrones y naranjas le llenaba de una enorme dicha que parecía desbordar su alma, haciendo saltar su corazón hasta casi salírsele del pecho. Como los pajarillos, revoloteaba por entre los helechos que abrazaban sus pasos. Su piel no se cansaba de acariciar las rugosas cortezas del abeto y del avellano.
La fluidez con que se fundía entre la espesura, esquivando aquí y allá en su correr, le hacía sentirse como el viento, escurriéndose en cada respiro y en cada pestañear. Estaba viva.
Al llegar al límite de la arboleda, la frondosidad se abría a un prado extenso y suave bajo su andar. A pesar de sentir en toda su piel la caricia suave y cálida del sol, y que cada fibra de su ser se sacudía con una energía contenida, no se atrevía a dejarla explotar porque el peligro era mayor a la placentera invitación de ser más rápida que la briza. Él estaba allí. Ella se daba por satisfecha.
Pasados unos breves instantes, el niño observó como la cabeza de la cervatilla retrocedía, una vez más, al abrigo del bosque. Desde hace dos semanas que se citaban a la misma hora, en el mismo lugar, o así él quería creerlo. ¿Se atrevería alguna vez a jugar en el bosque como ella lo hace?
Con pasos lentos e inseguros, el niño se alejó.
Una noche de luna llena se despertó con un sobresalto. No sabía explicarlo pero… Era como si le estuviese llamando. Ella requería su presencia. Sin dudarlo un instante saltó de la cama, se puso sus zapatos viejos y andrajosos, y se dirigió a la puerta. Pensándolo mejor, se dio media vuelta y saltó por la ventana y corrió como nunca lo había hecho. El aire frío le llenaba los pulmones con un frescor que le avivaba. No parecía importarle que le arrancara lágrimas al darle en el rostro. Por el contrario, sus pies no conseguían resistencia alguna. Era magnífico. Estaba vivo.
Alcanzado el cerco de abedules llorones que demarcaban la pradera con el bosquecillo se detuvo y por un instante creyó que su corazón haría tanto ruido que despertaría a todos los animales que dormían, o peor aún, atraería a las criaturas que hacía vida en la noche. De pronto, todo pensamiento desapareció y el calor más embriagador le cubrió al ver como ella se le acercaba con curiosidad y al mismo tiempo con familiaridad.
La luna brillaba en sus ojazos negros, haciendo que su reflejo le derritiese el alma. Nunca había sentido tanto amor.
Haciéndole salir de su estupor, la cervatilla dio unos briosos saltos a su alrededor invitándole a adentrarse en su reino de juegos. Sin pensárselo, el niño se arrojó en las fauces boscosas, dejándose arropar por el suelo mullido y los aromas más diversos. La luna les resguardaba con su luz, como un faro entre la más espesa de las neblinas. Ambos se guiaban y se perseguían, sin dar respiro a las estrellas que intentaban seguirles por entre las ranuras de las copas de los árboles. Fue una noche mágica. Fue toda una vida.
Al día siguiente, el niño despertó y corrió a su lugar habitual para verla como siempre desde hacía dos semanas, ¿o sería desde siempre? Pasaron los minutos, y así las horas y los días, pero ella no volvió a asomarse. Él nunca dejó de pensar en la cervatilla que, en una noche de luna llena, le enseñó a atreverse, a sentir el arrojo de vivir. ¿Habría sido todo un sueño? ¿Únicamente una sucesión de imágenes y emociones mientras dormía? No. Era innegable. Fue todo verdad. Fue toda una vida. Porque ¿qué es la vida sino un instante? Puede ser como una roca o durar tanto como un copo de nieve, pero es la vida.
Y así, el niño vivió con la alegría… Y con los años no perdió la inocencia, ni la creatividad, ni la imaginación, abriéndose a un mundo de posibilidades. Solo importaba el presente, no existían los límites. Llegaron los amigos, y también se iban, pero así es la vida. Se perdía en ella y jugaba como si la cervatilla estuviese a su lado. Creaba con abandono, con infinita curiosidad, preguntando preguntas sin fin, y si no obtenía respuestas, igual sonreía y se encogía de hombros reanudando sus labores.
Cada luna llena era el recuerdo de una promesa nunca dada, pero por siempre asumida: Ser libre. Libre para permitirle la entrada a la curiosidad. Libre para jugar y vivir en el momento, aunque se esté afanando. Libre para abandonar las preocupaciones. Libre para imaginar bajo el más puro gozo.
Y en cada luna llena él veía reflejado el brillo de esos ojazos negros, derritiéndole aún el alma…