¿Dónde pertenecemos?
Explorando la vereda de un bosquecillo que rodeaba una de las tantas nuevas ciudades en las que aparentemente siempre soñé vivir, avanzaba con pasos distraídos rumiando cavilaciones sobre sí ésta sería por fin mi ciudad. Me sentía algo abrumado de estar siempre buscando y huyendo de lo que pensaba era un lugar indigno, ruinoso, difícil.
Vino a mis pensamientos la vieja valija que estaba bajo mi cama. Cuando conseguí esa maletita, -¿o fue ella la que me consiguió a mí?- yo sentí que estaba algo fuera de lugar. No recuerdo ni un solo instante en el que pensaba “pronto sabrás dónde perteneces”. Me refiero a que estaba completamente seguro que no sería en ese lugar rodeado de aquellas otras valijas tan iguales a ella. De alguna manera las otras maletas estaban conformes con lo que eran, pero esa maletita, en cambio, albergaba creatividad, un estímulo hambriento, y al igual que yo estaba convencido que más allá de los límites de la tiendita podría vivir el magnífico destino para el que fue creada. En realidad reflejaba en ella mis deseos y mis angustias. Era como si mi derredor era lo único que me frenaba de poder vivir la vida que tanto ansiaba. Que cuando saliera hallaría mi lugar en el mundo y me quedaría ahí por siempre.
Irónico…, “me quedaría ahí por siempre”.
¿Cómo encontrar razón en anhelar escapar de un lugar en el que me sentía atrapado para aferrarme por siempre a otro?
Todo un plan. Estaba claro en lo que deseaba. No había fallos. Pero escapar de la vida que no deseas significa anclarte en la que tan ávidamente codicias, o eso creía.
Pasaron los años y rumeaba por todos lados con mi maletita, viajando de aquí para allá, y sin embargo seguía soñando con nuevas ciudades, cambiando de estilos de vida, cambiando mis ideas sobre lo que quería que el futuro pareciera. Algunas cosas parecían correctas, pero algo nuevo siempre asomaba, nuevos compañeros de viaje, una nueva aventura. Y yo, por supuesto, volvía a sentir que algo florecía en mi mente: “¿Y ahora qué?” se volvía en mi mantra. Siempre qué sigue, quién sigue, cómo sigue…
Pasé años buscando el lugar al que pertenecía, y no estaba solo. Cada nueva ciudad, con cada nuevo plan, conocía a otros igual que yo, otros que se sentían eternamente inquietos. “¿Dónde está el hogar?”, nos preguntábamos, y como respuesta nos encogíamos en silencio.
El hogar nunca fue un lugar. El hogar era un destino vago e incierto en el futuro que añorábamos encontrar. ¿Pero cómo añoras algo que te es desconocido? “Cuando lleguemos lo sabremos”, era en lo que todos conveníamos.
Me tomó un largo tiempo en reconocer el intenso velo de ingenuidad bajo el cual andaba. Cavilaba que el hogar era un destino físico y cuya existencia no intimaba con mi participación. Únicamente tenía que aparecer y me estaría esperando. No admitía que pertenecer era una experiencia relevante, y que mi constante búsqueda era el tropiezo que me impedía precisamente pertenecer a ningún sitio.
Es toda una divinidad y una chifladura simultánea. No hay ningún lugar en este mundo al que pertenezcas, excepto aquél que ha sido creado para ti en anticipo de ti mismo. ¡Oh qué sublime y exquisita esquizofrenia y necedad! Vagas por todos los rincones en la búsqueda de ese pequeño espacio que ruega te quedes, pero ningún sitio te va a demandar, ningún sitio te va a extrañar, y ningún sitio estará vacío y carente de ti hasta que tú hayas hecho tu impresión sobre él.
Nuestra mera existencia no necesita de nuestra pertenencia, pero nuestras acciones sí. Cuando nacemos, lo hacemos con todas las condiciones necesarias para causar una impresión en este mundo, para tallar un lugar, sin importar cuan humilde sea, que sufra por nosotros cuando le dejemos. Un lugar que encaja en nosotros. Un lugar que crece con nosotros. Un lugar al que pertenecemos, venga el infierno o el diluvio universal.
No hay atajos para llegar a él. El proceso de hacernos irremplazables a cualquier cosa es largo y penoso. Un transcurso que puede llevar toda una vida.
Ahora debo caer en cuenta en qué es lo que amo, qué es lo que debo dar, qué es lo que puedo ofrecerle al mundo, o al menos a un pequeño rincón del mundo. Toma años construir una comunidad, y aún más cambiarla.
Aunque no exista una medida concreta que revele cuándo pertenecemos al fin a un sitio, el incontestable primer paso es dedicarnos a la creación de ese lugar. Perseverar con una cosa el tiempo suficiente para transformarlo en algo que semeje a nuestro corazón y a nuestro espíritu. No es un sitio que aparecerá mágicamente o en el que las personas nos estarán esperando con los brazos abiertos. Es algo que crearemos mediante el compartir de nuestros corazones y mentes con otros.
La verdad sobre el lugar al que pertenecemos es que sí existe, en algún lugar, pero precisa que lo traigas a la vida. Necesita que tú cobres vida, que tú sangres en él y que dejes una impresión duradera. Necesita que primero tú pertenezcas a él, y eventualmente, encontrarás que tú has creado tu hogar al fin.
Ahora sè, caminando por este bosquecillo que tampoco es esta la ciudad en la que quiero estar. Iré por mi maletita y partiremos al que siempre fue mi hogar.
Nota del Autor: Dedicado a todos aquellos que sí creemos en nuestra tierra amada, aquella que vive en nuestra sangre, en nuestros corazones, en nuestras almas; los que seguimos luchando y arriesgando por esta Tierra de Gracia, por nuestra pequeña Venecia.