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Los Viejos

Había un viejo al que todos creían un chistoso y cariñoso despistado, pero nada más lejos de la verdad.

Había una vieja… ¡perdón!, una señora –decirle “vieja” insulta el decoro de su inmortal vanidad- a la que todos querían de a ratos, pero temían más.

Ambos en contraste, ambos paradojas… más sin embargo congruentes de a ratos en sus propias incoherencias.

A ver…, les cuento para que puedan acertar ideas tan extrañas como opuestas de personas, a las que la común opinión y sentir hubiesen dado por sentado que continuarían sus derroteros por caminos diferentes, pero que por guasas de la vida se cruzaron para no separarse jamás.

Él era hijo de un cura que colgó la sotana por el amor de su vida, dedicándose hasta el fin a la familia y al magisterio, y aunque su madre juraba que su esposo jamás le puso una mano encima, nuestro galán no sólo fue uno de los dieciocho hijos que tuvieron el cura y su mujer, sino que nació en una de las tres parejas de gemelos, o “morochos” como decimos en mi tierra, que “adquirieron”. No podría decirlo de otro modo en virtud de que hasta el final de sus días, su madre insistía en que el cura nunca le puso una mano encima, así que “adquirieron”.

Ella nació en una familia de tres hermanos, quedando huérfana de padre a temprana edad, pero no porque él falleciera, sino porque su madre le hizo pintar de colores al enredarse con otras faldas con las cuales proveyó otros dos hermanos, y al parecer otros dos mucho antes con otros faldones, así que, y hasta donde cuenta la leyenda, ella tuvo seis hermanos que se supiera.

Él jugaba y peleaba en la calle como el que más, vistiendo pantalones hechos con sacos y moliendo el maíz bien temprano para el desayuno de sus hermanos. Ella creció rodeada de clases de música y un padrastro severo que ponía en su madre ideas en la cabeza y palabras en la boca.

Él quería cantar, escribir y enseñar, pero a muy temprana edad se educó como militar. Ella, de muy pequeña fue enviada a un país foráneo con su hermana mayor, a un internado de religiosas que la adoptaron como su niña más hermosa.

Y a mitad de camino, las estrellas se confabularon y ellos se encontraron. Él tenía por compañero de armas a un gracioso y afable joven, que por coincidencia o conjuro del destino resultó ser primo de una joven recién avenida del extranjero. Ella, con su porte fino y delicado, estaba envuelta en un halo de misterio que le proveía un exótico “look” por haber vivido en un país allende al mar. Fueron presentados en una forma casual por el primo, y él supo de inmediato. Sí, ahí lo supo. Pero ella seguía deslumbrando a todos y a pesar de su aparente timidez, estaba embriagada por la atención que despertaba en todos aquellos que osaran posar sus ojos en ella.

Él, era un chico decidido, y no tan tonto como los que sí revoloteaban alrededor de esa luz desconocida y casi foránea. Él dejó que se quemaran en su propio vuelo, mientras la visitaba en su casa y se hacía con el cariño de su abuela y tíos con los que vivía. Ella le prestó atención a sus esmeros y lo encontró interesante, encantador, avasallante.

Por fin, y con la bendición de su abuela y tíos, ambos se prometieron el uno al otro. Él se fue a combatir al enemigo y ella volvió a sus querencias y rutinas. Al medio año de compromiso las campanas anunciaron la boda de esta pareja cuyo contrasentido hubiese hecho al más cuerdo poner camino de por medio, pero que el hado, que tanto gusta jugar con los simples mortales, resolvió unir para disfrutar de las resultas de la unión entre ella, la más consentida, y él… pues él.

Con el transcurrir de los años el fruto fue un varón, seguido de dos chiquillas, viajando de aquí para allá, conociendo y desconociendo. Amando y aborreciendo. Apreciando y detestando. Él siendo juzgado por sus humildes orígenes. Ella viviendo momentos de quijotismo en una realidad alterna. Él demostrando a su amada y al mundo su valía. Ella queriendo demostrar más de lo que podía. ¿Qué queda? ¿Cariño? Claramente. ¿Amor? De a ratos. ¿Costumbre? Siempre.

Él se refugió en su deber. Ella se guarecía en su quehacer. Él soñaba con seguir los pasos de su padre como preceptor y catedrático. Ella soñaba con aristocracia e hidalguía. Él vio en su primogénito a quién le seguiría sus pasos. Ella vio en su primer hijo a aquél que la protegería. Él, con pequeños gestos, a veces incomprendidos, demostraba su amor incondicional por los suyos. Ella, con su grandilocuencia, veía en los suyos la continuidad de acciones heroicas y estirpes señoriales hace muchos años ya decadentes. Un príncipe y dos princesas que siguieron sus caminos alejados de los sueños y quimeras de sus progenitores.

El varón dejó las armas para seguir su pasión por los libros y la escritura. La hermana siguiente, la niña de los ojos de Él, siguió, bajo sus propias condiciones, los sueños de la madre sobre linajes y estirpes en un mundo corrupto y descompuesto. La menor, complaciendo a todos y a nadie, se alejó bajo subterfugios y disculpas para vivir de otros y de subsidios. Sin embargo ambas hijas les bendijeron con cuatro nietos, dos por cada una, brindándoles dicha y gozo ante sus recuerdos.

En ocasiones él y ella se preguntan ¿a dónde fue el tiempo? Observan a su derredor y contemplan su castillo en silencio. Y yo les digo: “Aquí estoy. Nunca me he ido. Yo soy ustedes y ustedes son yo. Me han guardado como yo les he cuidado. Lo que me fue dado, ahora les es retribuido. Abran sus corazones si sus ojos se cierran. Mi amor por ustedes nunca les ha sido arrebatado. En sus momentos más difíciles siempre mi hombro les he arrimado, siendo el bastión en el que se han apoyado. Y por los tiempos felices y arduos que aún están por venir, sólo puedo decirles, yo, su hijo varón, aquí estoy como siempre ha sido”

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