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El Conde y el Niño


El niño corría tropezando con los buhoneros y tenderetes del mercado. Detrás de él se oían voces que animaban a atraparlo. Las gentes se apartaban pilladas por sorpresa, para luego dar paso a la curiosidad por tanto escándalo. La mayoría pensaba que de seguro se trataba de otro ladronzuelo, mientras que otros se divertían y apostaban a que no atraparían al rapaz, que siendo más pequeño que sus perseguidores, de seguro se escabullía gracias a su agilidad. Pero lo que más intrigaba al populacho de esta suerte de feria popular, era que los perseguidores del mozuelo eran el párroco, el caballerango del Conde y el Capitán de su guardia personal.

Cuando el chico pensó que había logrado alejarse lo suficiente de quienes le daban caza, volteó para ver qué tan lejos estaban los tres chiflados que le seguían, y sin entender cómo, terminó cuán redondo era en el suelo encharcado. Sabía que había chocado contra algo, ¿pero qué? Alzó los ojos, pero sólo atisbó a ver dos piernas muy grandes.

De pronto lo alzaron por los hombros y le limpiaron el barro con una sacudida tan fuerte que pensó se desarmaría por partes. Cuando pudo ver con más claridad, se percató que se había topado con las piernas de un caballero. Iba envuelto en una capa con capucha, la cual le cubría la cabeza y parcialmente el rostro.

-¡Alto en nombre del Conde! ¡No suelte a ese granuja! –Gritó el Capitán, quien frenó a tiempo para no chocar con el chico ni con el caballero que lo había levantado del suelo.

-¡Por fin te has detenido! –Jadeó el caballerango del Conde.

-¡Uff! ¡Por el Altísimo! –Dijo el párroco llegando al último, mientras resbalaba en el lodo al evitar estrellarse con el grupo.

-Gracias noble señor. Ahora entréguenos al chico –dijo el soldado.

-De seguro que el Conde se lo recompensará –soltó el caballerizo haciendo ademán de sujetar al niño por el brazo. Pero el muchacho se escabulló y colocándose detrás del caballero le aferró las piernas con fuerza.

-Antes de entregarles a este ser tan terrorífico, y que de seguro ha de ser el demonio encarnado, me gustaría saber cuál es la causa para que tres grandes señores como ustedes se hayan visto en la desagradable tarea de perseguirle. ¿Será su crimen tan atroz?

El párroco, queriendo aprovechar la más mínima oportunidad para brillar, decidió dar un paso al frente, pero al hacerlo volvió a resbalar en el lodo y cayó de largo salpicando a sus dos compañeros de persecución. Los transeúntes, que ya habían rodeado al grupo con curiosidad, soltaron unas sonoras carcajadas, que fueron apagándose cuando el cura les arrojó una mirada fulminante mientras sus mejillas se enrojecían ardiendo de la vergüenza.

-Este niño, -comenzó a decir el soldado –ha ofendido al Conde, por lo cual ha de pagar caro.

-¿Y cuál ha sido su ofensa si me permite preguntar? -Dijo el caballero con una sonrisa.

-No es de su incumbencia –arrojó el caballerizo alargando el cuello para hacerse más alto de lo que su figura larguirucha le permitía.

El sacerdote, ya levantado del suelo alzó sus manos en tono reconciliatorio. –Mi buen señor, si explicarle lo que este granuja ha hecho calma sus ánimos, y con ello nos lo entrega, pues entonces le referiré lo acontecido en el castillo de nuestro bien amado Conde.

El caballero, cuyos labios era lo único que se entreveía bajo la sombra que hacía su capucha y no había dejado de sonreír, apoyó su mano izquierda sobre el pomo de su espada y con su brazo derecho rodeó los hombros del niño, y animó al cura a que continuara.

-Sabrá usted noble señor que este mocoso fue recogido por el Conde a fin de que entrara a su servicio a pesar de nuestras objeciones, las cuales, sea dicho de paso, fueron hechas en beneficio e interés de nuestro benefactor. A pesar de ello, nuestro señor decidió en contra y acogió a este crio para que le sirviera. Con tal propósito, nos fue encomendado a los tres su educación y preparación, lo cual prometimos, pero el chiquillo se resiste y sólo desea escaparse. Incluso ha tenido la desfachatez de querer pedir audiencia al Conde, lo cual, por supuesto, se le ha denegado debidamente.

-¿Y por qué se le ha negado hablar con el Conde, más aún cuando ha sido él quien le acogió bajo su techo? –preguntó el caballero.

-Abrase visto semejante desfachatez –soltó el caballerango. –El Conde tiene demasiados asuntos importantes que atender. Este pequeño no es más que una distracción para él. Además, siendo nosotros sus consejeros de mayor rango, somos nosotros quienes decidiremos con qué se ha de molestarle.

-Caramba-, dijo el caballero – ¿así que ustedes deciden qué es importante y que no?

-¡Así es! –Dijo con jactancia el Capitán de la guardia del Conde. –Y no va a venir un chiquillo entrometido a quitarnos el interés de nuestro señor sobre nosotros.

Apretándose más a las piernas del caballero, el niño susurró unas palabras. -¿Qué has dicho muchacho? –Preguntó el hombre encapuchado. –Si has de defenderte y tu causa es justa, debes hacerlo con voz alta y clara. Así sabrá el mundo que no ocultas nada.

El chico alzó la vista al rostro ensombrecido por la capucha y dijo con voz alta: -Yo únicamente quería hablar con el Conde para explicarle que estas personas… me maltratan.

-¡Blasfemo! –gritó el párroco.

-¡No miento señor! Ellos me ponen a limpiar lo que ensucian y me envían a dormir al chiquero y sin comer si no limpio lo suficientemente rápido, luego de azotarme.

-¿Y por qué huías? ¿Por qué no fuiste a hablar con el Conde?

-Porque ellos me siguen a todas partes. Huí porque prefiero pasar hambre en la calle. Ahí al menos me dan de comer si ayudo en las tareas y llevando recados.

Se hizo un silencio total en la calle. Las gentes del pueblo veían con reproche a los tres siervos del Conde. El caballero soltó el aire contenido en sus pulmones y a continuación dijo: -Al parecer, mis queridos señores, el Conde les confió una tarea sencilla, además de bondadosa. Cuidar y educar a este niño. ¿Cómo es que un hombre piadoso, un hombre de armas y un hombre de gobierno no han podido con semejante faena, incluso después de haber dado sus palabras de así hacerlo?

La calle, ahora abarrotada de personas que murmuraban sus reproches, no tenía espacio para que los tres hombres del Conde pudieran moverse con libertad.

-Mucha pena me da el señor Conde si sus tres consejeros más cercanos ven amenazadas sus altas posiciones por la presencia de un niño. –Todos observaban al caballero y le escuchaban con atención. Éste se irguió, y retirando a su vez la capucha, dejó ver su rostro. Para sorpresa de todos era el Conde en persona. –Pero más pena me da la confianza puesta en ustedes. Confianza que una vez perdida jamás será repuesta.

-¡Mi señor! –dijo en un chillido agudo el sacerdote. – ¡No creas en las palabras de un chiquillo embustero!

-¡Oh mi querido Conde! Yo te he brindado el mejor de los servicios en estos dos años que he sido el Capitán de tu guardia. ¿A caso pondrías en dudas mis palabras?

-Y yo mi señor. Que he administrado tu castillo y caballerizas con el mayor amor y apego. ¿También pondrías en tela de juicio mi decir?

El Conde vio uno a uno a los ojos de sus interlocutores y les preguntó: -¿Acaso no fueron ustedes mismos los que recién me dijeron, pensando ser yo otra persona, que no permitirían que un niño les arrebatara mi atención? ¿No fueron ustedes mismos los que me prometieron educarle cuando lo recibí bajo mi propio techo? Han desdicho lo prometido con sus acciones, siendo sus intereses y reflexiones ajenos a mis intereses, pero peor aún, en detrimento de una pobre criatura.

Las gentes comenzaron a exigir un castigo para con los consejeros del Conde. El pobre muchacho debía ser resarcido.

-He tomado una decisión, -dijo el Conde, con lo cual se hizo un silencio absoluto. -Cuando lo que se piensa, se dice y se hace no están en equilibrio y armonía, la confianza desaparece. Ustedes tres pensaron en su beneficio al querer negarse primero a educar al pequeño y luego accediendo a regañadientes a pesar de prometerlo en voz alta y clara, pero en sus mentes lo que cavilaron fue someterlo como a un esclavo para obtener un mayor provecho, lo cual, sea dicho de paso, es reprochable y desdeñable, y todo ello por temor a que mi interés por el niño les perjudicaría haciéndoles perder mi atención sobre ustedes, y por ende sus privilegios. Siendo claro que lo último ha ocurrido, y no a causa del niño, sino por su errado proceder, ahora pasarán a ser mis siervos de menor categoría, debiendo llevar a cabo todos los pedidos y mandados a los que sometieron al chico.

Las gentes del pueblo aplaudieron con alegría la justicia impartida por el Conde. –Y tú –dijo el noble al niño, -como recompensa por tus sufrimientos, así como por tu honestidad a la hora de defenderte de estos bellacos, a partir de ahora serás mi escudero. Sin embargo he de encomiarte que obres con lealtad, honor y sobre todo con equidad y entereza, en especial para con estos tres infelices. De esta manera les enseñarás a ser humildes y recordar que no es de buen proceder tratar a sus semejantes como inferiores.

Los reunidos alrededor del Conde gritaron de júbilo y alegría bajo el cielo que se abría bajo un hermoso sol que iluminaba todo en derredor.

-¡Queridos amigos! –Dijo el Conde llamando la atención de todos –recuerden que para que otros tengan confianza en ustedes, y ustedes en los demás, primero han de confiar en sí mismos haciendo que sus pensamientos, palabras y acciones estén dirigidas en un mismo camino. Así será como en nuestra villa se vivirá ahora y por siempre.

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